Mala época la del estudiante universitario cuando se acerca el final de curso. Los días se suceden en un bucle de operaciones tan previstas que apenas queda lugar a la auténtica improvisación. Mañana tras mañana, toca levantarse y sacar los apuntes, y pasar unas cuantas horas delante de ellos tratando de asimilar la mayor cantidad posible de conocimiento. Un breve espacio para las comidas y un descanso necesario, en la mayoría de los casos acompañado de su correspondiente siesta, es la innegable pausa que pide el cerebro para desconectar de tanta amalgama de conceptos.
A pesar de durar aproximadamente un mes, se convierte en una asquerosa rutina que acaba quemando tu tiempo libre, limitando las salidas con amigos y en mi caso, dando vía libre a todas esas teorías conspiratorias que me rondan por la cabeza en este período.
Como Bill Murray en la película que lleva el nombre de esta entrada, me despierto habiendo asimilado lo que estudié ayer, pero como si el mundo no hubiera dado una vuelta, continúo con la misma sarta de acciones que el destino parece tenerme preparados. Es frecuente la sensación de dejavú al ver que la hora del reloj coincide con la del día anterior, y no sólo la hora, sino mi postura en la silla, mis apuntes, e incluso los olores y sonidos parecen no diferir de los que escuché apenas 24 horas antes.
Sólo mi imaginación parece ir un paso más allá, pero no para bien, sino para mal. A menudo me juega malas pasadas, haciendome creer que mi tarea no es la de estudiar, sino la de pasar día sí y día tambien participando en uno de esos concursos televisivos, en los que tengo que responder a unas absurdas preguntas durante toda la eternidad…
Para colmo de males, la pesadilla suele tener lugar en el estrambótico plató de Pasapalabra, donde quedo encerrado junto a dos famosos que pertenecen a mi equipo. Su tarea es la de ayudarme a ganar al concursante del otro equipo, que cuenta con la inestimable ayuda de otros dos personajes famosos. Sin embargo, sus acompañantes parecen auténticos eruditos del conocimiento universal, mientras que mi pareja de colaboradores debió salir rebotada de algún casting de Gran Hermano. Ni su declarada afición por los deportes parece servirles de nada cuando les tocan las preguntas acerca de la presente Eurocopa, de los Juegos Olímpicos, o sobre cuestiones tan banales como el nombre de la herramienta con la que se juega al tenis. El caso es que su turno concluye con un anunciado fallo, que da paso a mi turno. En él, me apedrean a cuestiones históricas y geográficas, precisamente mi caballo de batalla, un campo de conocimiento que ni a base de partidas exhaustivas de trivial he conseguido mejorar con notables resultados. En la decimoquinta anécdota sobre la muerte de Napoleón, acumulo el decimoquinto fallo, y el turno pasa al rival, que acierta sin pestañear los 10 picos más altos del mundo, para regocijo de su pandilla.
100 programas, y los que quedan…Otra de mis vivencias recurrentes es caer encerrado en un estadio de fútbol, en los cuartos de final de la Eurocopa en concreto. En él, me juego el pase a semifinales con España, y a pesar de contar en el equipo con todas las figuras que el entrenador ha convocado, el resultado siempre es 1 a 1. A veces marca Villa, otras Iniesta. Otras soy yo mismo el que coloca el balón en la escuadra tras un saque directo. A veces miro hacia el banquillo que me gustaría tener, buscando en mis convocados el desequilibrio con el que el entrenador no ha querido contar. Y en él veo a Cesc, con la sudadera puesta y el gesto torcido, porque está lesionado y no puede entrar. Veo a Yeste y a De la Peña, cada uno con la camiseta de su club, lo que me recuerda que no entraron en la convocatoria. Berbatov también me observa desde el banquillo con el chándal de la selección búlgara, equipo que no clasificó para este campeonato, y de alguna forma intenta motivarme a conseguir pasar de ronda por todos aquellos que no pueden estar aquí. Incluso Messi vibra con nuestras jugadas de peligro, ya que por la afinidad que tiene a nuestro país, está deseoso de un triunfo de la roja.
Y sobre todo veo a Guti. Al Guti futbolista con lo bueno y lo malo, un jugador que me llevaría, que aunque no siempre fuera titular por sus idas y venidas de olla que te pueden dejar con uno menos en el momento menos pensado, sí que saldría en la segunda parte para dar ese último pase que nos pone de cara un partido ya perdido. Y Guti, cansado de no entrar en las convocatorias, ni siquiera lleva puesto el atuendo de España. Con el peto sobre el chándal y la mirada perdida hacia un córner, se hace el loco como si la cosa no fuera con él, como si a modo de castigo por todos estos años sin que lo llamasen a la selección quisiera privarnos de su innegable magia.
La conclusión es que no hay manera, los italianos siempre consiguen empatar a uno, y mandarnos a los penalties. Casillas pone todo de su parte, incluso yo acierto a meter el mío. Pero con 5-4 y la necesidad de empatar, Torres manda el cuero a las manos de Buffon y ahí acaba el sueño de los españoles, y con él mi pesadilla. Lo cierto es que alguna vez he soñado algo muy parecido, y desde entonces no consigo que esta situación se vaya de mi cabeza, mucho menos en días como éstos.
El sueño acaba aquí. Para volver a empezar mañana…Y de las más crueles artimañas que me reserva mi intelecto, en un alarde de originalidad sin precedentes, decide apresarme como el protagonista de un videojuego, condenado toda su vida a matar enemigos, coleccionar corazones y pasar de nivel.
Al menos las otras dos pesadillas me dejaban cierta libertad a la interacción con personas humanas, sin embargo en esta acabo rodeado de montañas animadas de píxeles, sin otra fijación que acabar con mis vidas. Esto me lleva a recorrer en innumerables ocasiones las montañas de Sonic y Mario, acumulando inservibles monedas y anillos de oro que no van a hacerme rico en ningún universo conocido, además de aplastar a toda serie de criaturas imposibles de ver en un zoológico por mucho que se empeñen los dueños en el cruce de especies.
Ojalá durase sólo un segundo…O una que me aterra en particular, la de ser el personaje principal de Harry Potter, y tener que aprenderme unos tochos insufribles para dibujar cuadrados y círculos con la varita, o para meter un montón de folios dentro de una mísera carpeta.
Puestos a elegir, y ya que en esta vida hay que aprenderse auténticos tochos para conseguir un título, prefiero el mundo actual. A punta de ratón estoy dibujando mis primeros círculos y cuadrados, incluso alguna figura que tiene cierto parecido con una persona humana. Y eso de meter los folios en la carpeta también es algo cansado, pero estoy tan acostumbrado que prefiero el método tradicional.
Mi pesadilla se convierte entonces en la realidad, estar acosado por esa espada de Damócles que son los exámenes, en los que se juzga una serie de conocimientos que quizás sólo hagas tuyos por unos días y ya no te acompañen ni te exijan más durante el resto de tu vida. En ese camino entre el abismo y la salvación me muevo en estos días, una senda que puede llevarme a acabar los estudios, y en la que tengo puesta muchas esperanzas, es por eso que me encuentro algo agobiado (sólo un poco, pero en mí ya es suficiente) en esta etapa final de mi carrera universitaria. Espero que a ustedes no les resulte tan abrumador para su mente como pasa conmigo.